Aunque todos sabemos que las apariencias pueden ser engañosas, tanto por
lo que vemos como por lo que oímos, lo cierto es que la mayoría de
personas concede una gran importancia a la primera impresión o sensación
que tiene sobre personas, cosas y situaciones. Es conocido el dicho “No
sólo hay que serlo, sino parecerlo” y en base a esto, cuando iniciamos
relaciones con otras personas, sean del tipo que sean, procuramos
mostrar nuestra mejor imagen y comportamiento.
Nuestro cerebro cuando distingue algo nuevo, asigna un significado o
etiqueta a las cosas asociado a lo que percibimos a través de los
sentidos, así como una determinada emoción. Así nos quedamos con “fotos”
o imágenes, significados y sensaciones sobre todo aquello que aprende a
distinguir. Cuando nos volvemos a encontrar de nuevo con aquella misma
cosa nuestro cerebro lo asocia a lo conocido y de ahí, que tenga una
predisposición o actitud, más o menos positiva inicialmente ante dicha
cosa o situación.
Cuando tenemos más experiencias con otras personas y situaciones,
nuestras impresiones se convierten en abstracciones de sus conductas o
vivencias, recogidas del histórico conocido de ellas, y muchas veces,
por un juicio que nos hemos generado, aún pudiendo no ser un juicio
validado por hechos o por la realidad. Tenemos una cultura reduccionista
que valora a las personas de una forma holista, unidimensional, en
lugar de valorarla en sus distintas dimensiones, experiencias y
conocimientos. Por ello, en general nuestros juicios parten de esa
influencia cultural y de una educación general cargada de
fundamentalismos. Las personas y las situaciones tienen diversas
dimensiones; para un área concreta una persona puede no ser válida, pero
sí para otras. Igualmente sucede con los acontecimientos.
Por
lo tanto, desde la perspectiva sistémica, no podemos enjuiciar algo tan
sólo por la primera impresión o descontextualizando, ni podemos
descartar todas las dimensiones en base al juicio generado en una sola.
Confiar en una primera impresión y basarnos en ella no es conocer la
realidad, sino limitarla. Por ejemplo, está comprobado que muchas
personas deciden adquirir un teléfono u electrodoméstico en base a que
les guste el aspecto y crean que tienen las mejores y más actuales
funciones posibles; la realidad, sin embargo, demuestra que casi nadie
emplea esas funciones al 100%. La diferencia de un modelo más reciente
al inmediatamente inferior, a veces tan sólo consiste en cambiar el
color de un botón, sin embargo, el precio que pagamos por esa
modificación es muy elevado.
Nos
guste o no, para conocer las cosas y las personas, hay que destinarles
suficiente tiempo y profundizar para ver en qué puede aportarnos algo y
en qué no, hemos de aprender a ser capaces de distinguir los diversos
comportamientos, conocimientos y experiencias y a tenerlos en cuenta en
todas sus dimensiones. Una persona puede no resultarnos simpática, pero
puede ser un especialista valioso en su profesión, por ejemplo.
Entrar en la dinámica de causar una buena impresión de entrada, sólo
favorece en que si después se produce una desviación no sea reconocida
fácilmente, pues predomine la expectativa más que la realidad, con lo
cual tendremos una visión sesgada o limitada, nos cerramos a
posibilidades y por tanto perdemos oportunidades por no estar abiertos a
ellas. Está comprobado en investigaciones concretas, que cuando una
persona ha causado una buena impresión de entrada, nos cuesta más
admitir sus posibles errores pues ya tenemos creada una idea inicial que
no recogía esa posibilidad, teníamos un precedente creado. Por otro
lado, si ese error se produce en el instante de conocerle seguramente
desconfiaremos de esa persona en su totalidad. Como resultado,
erróneamente concedemos la misma importancia a la primera impresión que
a la realidad.
Las
impresiones o sensaciones que obtenemos de los sentidos pueden sernos
placenteras o no de forma inmediata, pero no nos dan una perspectiva a
medio o largo plazo sobre las consecuencias de nuestras acciones. Se
trata de no estar ni completamente predispuestos favorablemente ni todo
lo contrario, se trata de conocer en profundidad las cosas para saber
qué podemos obtener de ellas.
Cuando dejamos aparcado nuestro juicio inicial y conocemos los
mecanismos que mueven o impulsan a los demás, cuando no nos basamos en
la apariencia sino que profundizamos en distintos casos, cuando en lugar
de suponer las cosas las contrastamos con la realidad, es cuando el
aprendizaje es posible; en consecuencia, nuestras decisiones son más
certeras.